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En el film Yo Robot, inspirado en la novela de Isaac Asimov, un dispositivo de Inteligencia Artificial llegaba a la conclusión de que, para vivir protegidos en comunidad, los hombres debían resignar su libertad en manos de un ejército de androides. En el siglo XVII Hobbes, lejos de pensar en la automatización de las sociedades, había planteado argumentos similares (“el hombre, lobo del hombre”) en la construcción del Leviatán, una respuesta del absolutismo a las ideas liberales de entonces.

Suelo leer con interés, curiosidad y a veces incredulidad los reportes y especulaciones sobre el futuro de los oficios en esta era de la Inteligencia Artificial.

Es sabido, la tecnología ha dejado de reemplazar sólo a las actividades mecánicas para poner el foco en muchas otras que hasta la fecha eran terreno del esfuerzo intelectual. Las crónicas hace tiempo que difunden cómo las máquinas pueden hoy desde escribir un artículo periodístico hasta analizar una demanda jurídica o acertar un diagnóstico médico, entre otras funciones. Incluso, en el plano creativo ya se experimenta con música o arte producido artificialmente.

Sin embargo, el terreno de la política y el oficio del político parece ser ajeno a este debate o, por lo menos, tocado de manera tangencial.

Es curioso. Esta indiferencia se da a la par de que las grandes ciudades se vuelven cada vez más inteligentes: muy a la manera del marketing comercial, nuestros celulares empiezan a recibir información de gobierno segmentada por nuestro perfil de usuario/ciudadano, según nuestro distrito o de acuerdo con nuestras actividades cotidianas.

En muchas urbes, además, se entrenan chat-bots que facilitan sacar turnos en hospitales, ver el historial de infracciones de tránsito o hacer reclamos por veredas, baches e, incluso, votar propuestas ciudadanas vía redes sociales.

Además, a través de sensores distribuidos por la ciudad se recolectan grandes cantidades de datos que pueden ser insumos clave para entender el funcionamiento de la sociedad y su hábitat, con el fin de proyectar acciones a futuro.

Es que la otra cara de la moneda es la posibilidad de que los gobiernos utilicen herramientas de IA para procesar estas enormes cantidades de información. Sin dudas, esta ayuda favorecerá a políticos, funcionarios y asesores en la elaboración, análisis y toma de decisiones.

Hasta acá, la realidad. Pero, vamos más allá. ¿La toma de decisiones políticas podría estar automatizada?

Imaginemos un curioso test de Turing. Ante la caída de imagen en la opinión pública un software analiza diversas variables y sugiere al político como opción una rebaja de impuestos para revertir la situación. Él la lleva a cabo. ¿Quién notaría la existencia de este doble comando?

Es cierto que hoy se debate acerca de los prejuicios con que se programan los software de Inteligencia Artificial (desde los estereotipos machistas de ciertos chat-bots hasta los polémicos filtros de selección de personal) y es muy probable que plantear la automatización de la política dispararía reflexiones tales como “una máquina no puede estar ajena a los prejuicios de quien la programa”.

Pero lo cierto es que si llegáramos a un nivel de desarrollo tecnológico tal que la toma de decisiones de una máquina ya no emulara sino que compitiera con la inteligencia humana, ¿qué argumentos podrían ponerse para evitar su intervención en el mundo de la política? Sólo habría que definir las variables que intervienen en el oficio político y luego formalizarlas con el fin de traducirlas en un algoritmo.

Maravilloso… el problema, el gran problema, es definir aquellos KPI de un fenómeno tan complejo, de fuerzas, tensiones, conflictos y psicología humanas cuyas decisiones marcan el rumbo de la sociedad y la vida de millones de personas, no de máquinas.

Es que resulta tan difícil definir “lo político” que pensar en formalizarlo se podría volver una discusión de nunca acabar: ¿cuál es el objetivo de la política? ¿el poder? ¿el bien común? ¿el bienestar social? ¿la democracia?¿la libertad? Todos conceptos muy fascinantes, pero abstractos, cuya traducción algorítmica sólo ha sido posible en la ciencia ficción y la literatura con predicciones que, como las de Yo robot, no han sido muy alentadoras.

Estos caminos sin salida tal vez demuestren que la política tenga un componente demasiado humano, que no se reduce a la gestión del big data, y pertenezca así a un mundo todavía inasible para los cultores de la IA y la automatización.

Por Enrique Fraga

Especialista en comunicación digital e institucional, con más de 10 años de experiencia. Desde hace unos años se interesó por el mundo de los chatbots y asistentes virtuales. Actualmente, da charlas y escribe artículos sobre el tema, llegando a ganar un premio a la innovación en la UADE con un asistente virtual en educación. Adicionalmente es profesor universitario desde 2004 en materias vinculadas con Ciencia de Datos, medios, análisis de audiencias y comunicación digital y cuenta con experiencia en gestión académica. Colabora con diferentes medios de comunicación y forma parte del equipo de comunicación y prensa del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires.

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